Un
embarazo imprevisto que ya no pudo ser aborto. «Ser padre es lo
máximo», repetirás detrás del volante a cada pasajero que suba a
tu taxi. «Por que yo iba a terminar la carrera», dirás para
conjurar los tiempos donde lo único que te preocupaba era la
suficiencia de la mota. «Pero ser padre es lo máximo», será tu
letanÃa diaria, el engaño que te permita despertar por las mañanas
y conducir, sin extraviarte, por las calles de una ciudad que vive
sin ti
AsÃ
lucÃa yo en 1978. Esto es un cuento. Fue durante un viaje a Oaxaca
hace casi cuarenta años. Graciela venÃa conmigo. Era joven, como
siempre, y aún tenÃa vida. Escuchamos sobre El Tule, Mitla,
Hiervelagua, nombres que se encuentran en cualquier guÃa turÃstica.
No quise viajar en un tour. Yo siempre llego al lugar indicado
sólo con mi intuición. No me pierdo.
Fotografiar aquel árbol eterno no
me entusiasmaba mucho: habÃa visto tal cantidad de postales en el
mercado con su imagen que ya no me era necesario conocer su sombra.
Tal vez por eso me perdÃ.
Nos perdimos, quiero decir. Tomamos un autobús que nos llevó
fuera del centro de la ciudad, y cuando estuvimos ya muy lejos decidÃ
bajar. Vi un monumento a Juárez.
Caminé por un pueblo de tres calles, hasta que llegamos
a las vÃas del ferrocarril. Cerca se encontraba un grupo de
vigorosos laureles. Debajo de las copas de los árboles dormÃa una
sombra, mientras a su alrededor el suelo sucumbÃa ante el medio dÃa.
Las vÃas se tensaban al tacto del sol y los pedernales eran
sugerencias de llamas
blancas. Sólo palabras, imágenes que se le ocurren a cualquiera.
Esto es un cuento.
Decidimos
caminar sobre las vÃas, en un juego reiterativo de equilibrio. AhÃ,
al borde de un abismo minúsculo, ella
recordó unas lÃneas de Pedro
Páramo: «la luz entera
del dÃa que se desbarataba haciéndose trizas». Las únicas que
sabÃa de memoria y que ahora consulto para entender el
sentido del pasado. Continuamos y
vimos a lo lejos a tres niños que
jugaban entre los durmientes.
La perspectiva, el sol, los niños, fue demasiado para mÃ, no
pude resistir tomar una pueril foto
de la escena. El obturador se abrió y entonces sentÃ
que saltaba
de un barco a mitad del mar. Es difÃcil. Es difÃcil prolongar la
ficción. Ser Sherezada y escapar de la muerte en cada recuerdo,
ver una fotografÃa con la misma esperanza con la que se abre una
puerta de emergencia y dejar atrás
cadáveres imaginarios para evitar el alcance. Ella, curiosa
como siempre, examinará cada detalle del pasado. Esto
es un cuento y asà lucÃa en 1987.
Caminamos
por el interior del pueblo para comprar algo de beber. Frente a una
tienda desabastecida jugaba
un niño casi desnudo. Ella lo miró con gracia, lo llamó
como se llama a una mascota y le
dijo que le daba un dulce a cambio de que cantara algo y bailara. El
niño no hablaba todavÃa, pero se ganó un dulce gracias a la acción
de sus miembros obesos. No dudé en tomar una foto a esa
reminiscencia africana, una especie de Venus paleolÃtica
infantil. Las carcajadas de
Graciela llegaron a ser lascivas. Su condición
sádica de escritora lo justificaba todo.
—Déjala
—dijo Sempronio—
que de eso vive, que yo sé que el diablo le mostró tanta ruindad.
Entonces, yo también reÃ.
—Sales,
te pierdes, ¡y estás en México! —dijo
ella— en el México
surrealista de Breton.
—Artaud
—la corregÃ.
—SÃ.
Sólo falta el peyote.
—O
un maguey —hubiera
añadido.
Pero
hubo mezcal y aquella noche
quedamos tirados en alguna de las calles verdes y secas del centro de
la ciudad. Ella se suicidó al dÃa siguiente porque estaba
embarazada y no querÃa que su hijo fuera un remedo surrealista. La
habÃa conocido hace dos semanas, por eso me era todavÃa tan
divertida.
A
Eva LucÃa la conocà veintisiete años después en una calenda que
atravesaba el centro de Oaxaca.
Me decidà a comprar un paquete de turista para conocer
aquello que no alcancé a ver en la visita pasada.
En el tour por
Mitla y El Tule conocà a Tomo y Kito, dos jóvenes de Fukushima. Al
regresar, comimos en un
restaurante ubicado en la calle Macedonio Alcalá.
Cuando salimos, pasaba una
calenda que promocionaba productos de belleza. También habÃa
mezcal. Esa noche cogà con Eva. Siempre he tenido una cámara
fotográfica conmigo. Esto es un cuento y la cogà como a ninguna
mujer. RondarÃa los diecisiete años y pertenecÃa al grupo
folklórico que bailó por las calles.
Cinco
años después la violaron. Y le destrozaron el cráneo. Y la
volvieron a violar. Eso fue en Salina Cruz y yo no estuve ahÃ. Una
tarde él vino y me dijo: «está muerta» y no le creÃ. Cinco años
después una doctora me ha dicho: «vas a morir». Y no le he
creÃdo. Pero las pesadillas son terribles. He dejado de reconocer
muebles y rostros. Te confundo a ti. Permito la putrefacción de los
recuerdos y suspiro ante la
vista rememorada de las flores salvajes del acahual, porque yo
no tengo la fortaleza de Sherezada.
Hubiera
querido estar en Oaxaca en 1978,
pero yo todavÃa no nacÃa. Tomo me escribió desde Nagasaki o Kioto.
Hubo una bomba. ¿Fukushima? Ya nunca supe nada del par de
japonesas. Bailaron con nosotros.
Eva bailaba. Veo las fotografÃas. Los momentos congelados. Una,
en especÃfico, en donde yo
saludo a alguien y desvÃo la mirada. Porque soy el Minotauro
y son estas fotografÃas mi laberinto, que barajo con un temblor de
manos. Aparece la última imagen
donde aún me reconozco. Vas
a morir. La muerte no tiene ojos, por eso es difÃcil de engañar.
Esto es un cuento y Sherezada ha comprobado que, si no la muerte, por
lo menos el destino, sà atiende a las palabras. Por eso he ido
pronunciando los nombres, y con los nombres he ido formando
una barricada. Astuta la estrategia de los topos.
AsÃ
lucÃa hace dos años. El hombre de la primera
foto murió a los treinta años en la carretera que conduce
a Mitla, la ciudad de los muertos. Esto es un cuento y el niño de la
segunda foto tuvo un sobrino
que vivió solo un mes,
el bebé murió de un mal cardiaco.
Yo vi su cajón blanco, pequeño, tan pequeño que cabÃa entre mis
brazos. Estos son mis hijos. Los mutantes surrealistas del pasado.
Estos son mis hijos, los que nunca veré crecer porque ya
fallecieron. Eva fue asesinada en Salina Cruz. El bebé murió en
Santa Cruz Amilpas.
Hace dÃas, en la calle, la
vi por fin. Me miró y sonrió mórbidamente. Era un hombre con
facciones de rata y barba crecida. No me atrevà a voltear para
verificar su existencia.
Te
dije que trataba sobre muerte, Sherezada. ¿Qué más puedo decir?
Esto es un cuento y no quiero parar. Me refiero a la distorsión, por
supuesto. Me refiero al acto de escapar,
porque
mil noches siguen siendo muy pocas noches.
De
lunes a sábado prepararás comida para extraños que ya no te son
ajenos. Tus manos curtidas han envejecido al amparo del fuego de la
estufa, del calor de las ollas, el único que conoces. Miles de
cebollas y tomates han pasado debajo de tu cuchillo. Cientos de
pollos han sido aderezados y cocidos, en medio de un vapor constante.
De lunes a sábado servirás platillos insÃpidos para paladares
anestesiados y, al final, por las tardes, mientras laves el piso de
la fonda, ignorarás que también lavas de tu vida cualquier
resquicio de ambición
Una
noche, detrás de la caja de un Oxxo, te preguntarás qué se sentirá
estar borracho en el centro de la ciudad, junto con tus amigos —que
hablan de viajes a otro paÃses y de los posgrados que quieren
realizar— pagando cervezas y cigarros con una tarjeta de crédito. «Foucault,
Deleuze, Derrida» serán para ti nombres irrepetibles,
pero que desearás poder pronunciar. Tratarás de ver el rostro de
aquellos jóvenes de tu misma edad, pero ellos sólo observarán tu
uniforme, una caja registradora, un tÃcket y un espacio para firmar
Quisiera
ser prostituta. Vivir de noche y ser inmune al espanto primerizo de
la enfermedad venérea. Ser, aunque no lo sepa, sólo un objeto
de la maquinaria social ante los ojos de un joven clasemediero. Andar
con la máscara floja y pendiente luego de los golpes de algún
borracho. Ser ignorante de toda la sabidurÃa que desprende el rÃmel
de mis ojos. Bostezar, ajena a lo que un hijo tÃmido de la burguesÃa
pueda ver en mÃ, acostada en una cama, mientras le pregunto al
muchacho si vamos a hacer algo o es de esos raros que sólo gasta la
hora en mirar al vacÃo y hacer preguntas tontas