La zanja

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Quiero reparar en dos hechos ocurridos en mi niñez: el primero es un sueño de mi infancia y el segundo es un recuerdo de la misma época. Quiero reparar en el sueño y en la caída, porque el recuerdo atañe a un accidente leve que sufrí. El sueño es el recuerdo más antiguo que poseo; la caída representa el primer contacto, no con la soledad, sino el aislamiento. De pequeño jugaba solo, celebraba pomposos bailes de flores y construía frágiles escalinatas con arena. De cuclillas, con la cara fija sobre mi sombra, pasaron los días sobre mis espaldas y yo nunca me cansé de jugar con el silencio. Mis dedos regordetes acariciaban el lomo de la soledad, porque la soledad a veces tomaba el cuerpo de una perra condenada a una muerte trágica. Ahora es fácil maquillar los hechos de mi infancia, maquinalmente lo hago, como lo haría la prostituta vieja acostumbrada a eyaculaciones precocez
En aquella ocasión no experimenté miedo, sino más bien la sensación de no pertenecer a nada, de no estar ligado con nadie. Fui sólo un niño pequeño que cayó por accidente en el fondo de una zanja, un niño que no espera que alguien se asome, ni que alguien consiga una escalera o una soga o una rama para sacarlo a la superficie. Y que afuera de la zanja, ese niño sólo admire sus zapatos llenos de lodo y su ropa manchada de tierra. Así sabrías, niño, que en aquella zanja quedará enterrado el tiempo transcurrido en aquella zanja, incluso cuando el pasado evite quedarse en el pasado. No cargarás con él aún cuando cargues con el lodo en tu cuerpo y sonrías ante esa hojarasca de los días, de los recuerdos, de los papeles. Ahora que eres un adulto de cuerpo sigues añorando el cálido regazo maternal, aquel espacio dentro de la zanja donde nada ocurría y nada podría ocurrir más que la espera. He hablado demasiado y la ficción ha sido erosionada hasta llegar al tuétano: esto no es producto de la fantasía sino más bien de un accidente, de la memoria que vomita como moribunda luego de una contusión cerebral. Y en su agonía balbucea tiernas e incoherentes canciones de mi niñez. Y en esta ocasión sí experimento miedo



He dejado de imaginar historias y ahora sólo me dedico a visitar mis recuerdos, todo por la certeza de que, tanto ellos como yo, pereceremos. Es igual que frecuentar a familiares ancianos o desahuciados, se mantiene la misma complicidad del presente cada vez más efímero. Mi abuela, por ejemplo, de vez en cuando echa una mirada inquisitiva ante mi silencio delatador, como si preguntara «¿tú también?»,  como si pudiera oler en mí eso que le crece a ella en la sangre y que nos obliga a mirar despacio, a respirar lento y a acumular el presente como si fuera lo único, porque en realidad es lo único. Al menos ellos, mis recuerdos, podrán seguir hablando, palpitantes y tristes, en una tumba más viva que la mía. Ya no son tiempos para mentir, tampoco para decir la verdad. Son tiempos para estar y yo he elegido estar acompañado de mis recuerdos. Vuelvo la vista y puedo vivir en el instante de la sal nómada. Ya no hay tiempo para mentir, ni tiempo para las verdades. Apremia la necesidad de hacer vivir a los vestigios, o por lo menos dejar espléndidas ruinas: únicas palabras posibles después de la muerte
Decir que vivía a las afueras de un pueblo chico es decir que vivía dentro del silencio de matorrales y entre la indiferencia de vecinos mustios. Es muy fácil engastar palabras en oraciones siempre rutilantes. Una construcción laberíntica al azar, he confesarlo. No hay anécdota ni clímax, mucho menos personajes complejos ni peripecias. Son sólo dos recuerdos incrustados en un río manso. Es lo que puedo dar y no quisiera pedir perdón por las palabras innecesarias y las ficciones deficientes. Diré que las afueras de Santa Cruz Amilpas tuvieron drenaje alrededor de 1991 y que por ese motivo las calles —todavía no pavimentadas— fueron abiertas. Con tablones se improvisaron puentes para cruzar las zanjas y estas maderas me recordaron a las tablas de castigo de los barcos piratas. Había también montículos de tierra al lado de las aberturas del suelo, y todo eso hacía creer que las calles estaban sobre una plancha de quirófano, anestesiadas y sometidas a una operación grave, con diagnóstico reservado
Debió suceder en agosto debido al lodo que había a causa de una lluvia nocturna. Era de mañana porque yo me dirigía a la primaria. Por alguna razón iba solo y antes de entrar a la escuela debí resbalar y caer en el suave fondo húmedo de la zanja. Los dos metros de profundidad fueron en realidad telescópicas lejanías para mi pequeño cuerpo. El llanto no vino a mí porque no era tiempo de llanto sino de resignación. Espere callado y pronto vi crecer las cabezas curiosas a lo largo de la zanja. Una maestra de la primaria es la que se recorta con mayor fuerza de entre esas muecas de burla: la veo preocupada y atenta. Ella es la maestra de cuarto grado y es la maestra de mi hermana. Es la maestra a la cual Florencio, el loco del pueblo, agredía de vez en cuando porque le molestaba que se maquillara profusamente y que usara colores brillantes en su vestimenta. Florencio, el loco, se aparece como otra cara más en ese horizonte vertical de miradas aunque no estoy seguro de que estuviera ahí, viéndome en el fondo de una zanja mientras sentía aquel frío sempiterno
Me equivoco al escribir esto y lo sé. Pero desde hace tiempo que el miedo al fracaso ha abandonado mi cuerpo. ¿A quién le puede importar lo que sintió un niño en un pequeño pueblo, al caer en una zanja? Me equivoco de nuevo y mi alma amoldada a la ruina cae reiteradamente, abraza gustosa al error, risueña va a dar al fondo del olvido, sin esperanza de que una maestra de primaria dirija su rescate, o siquiera que un loco la observe con esa mirada de verdad que sólo los locos poseen. Esto es lo que puedo dar sin llegar a ser un mentiroso, sin llegar a decir la verdad
Ni siquiera diré cómo es que me sacaron ni cómo, al salir, sentí un ligero pesar por entrar al salón de clases con los zapatos embarrados de lodo. Nunca ha sido el tiempo para detenerse en el otro y hoy no quiero detenerme ni en mí. Aún nosotros estamos tan distantes de nosotros, como si voláramos y desde el cielo nos observáramos a la vez, parados en la tierra, con la vista vuelta hacia arriba, mirándonos volar. Ese es el sueño que iba a contar, pero el sueño en el cual el niño, yo,  se ve volar será postergado porque justo ahora todo aquello que quiero decir y que no he dicho se agolpa en mi boca, y se instala en mis dedos una pesadez que evita cualquier indicio de palabra. Ya no quiero cargar con el lodo, ya no quiero cargar con el día luminoso en el cual, ante aquellos ojos azules, falsos, me decidí a reiterar la mentira, y dejar de afirmar para sólo insinuar, y confundirme entre las sombras de una noche y ser el sudor de la oscuridad. No sólo fue una zanja porque esa zanja es parte de una trinchera

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