Gerardo Martínez Santos

8:36



Así lucía yo en 1978. Esto es un cuento. Fue durante un viaje a Oaxaca hace casi cuarenta años. Graciela venía conmigo. Era joven, como siempre, y aún tenía vida. Escuchamos sobre El Tule, Mitla, Hiervelagua, nombres que se encuentran en cualquier guía turística. No quise viajar en un tour. Yo siempre llego al lugar indicado sólo con mi intuición. No me pierdo. Fotografiar aquel árbol eterno no me entusiasmaba mucho: había visto tal cantidad de postales en el mercado con su imagen que ya no me era necesario conocer su sombra. Tal vez por eso me perdí. Nos perdimos, quiero decir. Tomamos un autobús que nos llevó fuera del centro de la ciudad, y cuando estuvimos ya muy lejos decidí bajar. Vi un monumento a Juárez. Caminé por un pueblo de tres calles, hasta que llegamos a las vías del ferrocarril. Cerca se encontraba un grupo de vigorosos laureles. Debajo de las copas de los árboles dormía una sombra, mientras a su alrededor el suelo sucumbía ante el medio día. Las vías se tensaban al tacto del sol y los pedernales eran sugerencias de llamas blancas. Sólo palabras, imágenes que se le ocurren a cualquiera. Esto es un cuento.



           Decidimos caminar sobre las vías, en un juego reiterativo de equilibrio. Ahí, al borde de un abismo minúsculo, ella recordó unas líneas de Pedro Páramo: «la luz entera del día que se desbarataba haciéndose trizas». Las únicas que sabía de memoria y que ahora consulto para entender el sentido del pasado. Continuamos y vimos a lo lejos a tres niños que jugaban entre los durmientes. La perspectiva, el sol, los niños, fue demasiado para mí, no pude resistir tomar una pueril foto de la escena. El obturador se abrió y entonces sentí que saltaba de un barco a mitad del mar. Es difícil. Es difícil prolongar la ficción. Ser Sherezada y escapar de la muerte en cada recuerdo, ver una fotografía con la misma esperanza con la que se abre una puerta de emergencia y dejar atrás cadáveres imaginarios para evitar el alcance. Ella, curiosa como siempre, examinará cada detalle del pasado. Esto es un cuento y así lucía en 1987.


Caminamos por el interior del pueblo para comprar algo de beber. Frente a una tienda desabastecida jugaba un niño casi desnudo. Ella lo miró con gracia, lo llamó como se llama a una mascota y le dijo que le daba un dulce a cambio de que cantara algo y bailara. El niño no hablaba todavía, pero se ganó un dulce gracias a la acción de sus miembros obesos. No dudé en tomar una foto a esa reminiscencia africana, una especie de Venus paleolítica infantil. Las carcajadas de Graciela llegaron a ser lascivas. Su condición sádica de escritora lo justificaba todo.
Déjala —dijo Sempronio— que de eso vive, que yo sé que el diablo le mostró tanta ruindad.
Entonces, yo también reí.
Sales, te pierdes, ¡y estás en México! —dijo ella— en el México surrealista de Breton.
Artaud —la corregí.
Sí. Sólo falta el peyote.
O un maguey —hubiera añadido.
Pero hubo mezcal y aquella noche quedamos tirados en alguna de las calles verdes y secas del centro de la ciudad. Ella se suicidó al día siguiente porque estaba embarazada y no quería que su hijo fuera un remedo surrealista. La había conocido hace dos semanas, por eso me era todavía tan divertida.
A Eva Lucía la conocí veintisiete años después en una calenda que atravesaba el centro de Oaxaca. Me decidí a comprar un paquete de turista para conocer aquello que no alcancé a ver en la visita pasada. En el tour por Mitla y El Tule conocí a Tomo y Kito, dos jóvenes de Fukushima. Al regresar, comimos en un restaurante ubicado en la calle Macedonio Alcalá. Cuando salimos, pasaba una calenda que promocionaba productos de belleza. También había mezcal. Esa noche cogí con Eva. Siempre he tenido una cámara fotográfica conmigo. Esto es un cuento y la cogí como a ninguna mujer. Rondaría los diecisiete años y pertenecía al grupo folklórico que bailó por las calles.
Cinco años después la violaron. Y le destrozaron el cráneo. Y la volvieron a violar. Eso fue en Salina Cruz y yo no estuve ahí. Una tarde él vino y me dijo: «está muerta» y no le creí. Cinco años después una doctora me ha dicho: «vas a morir». Y no le he creído. Pero las pesadillas son terribles. He dejado de reconocer muebles y rostros. Te confundo a ti. Permito la putrefacción de los recuerdos y suspiro ante la vista rememorada de las flores salvajes del acahual, porque yo no tengo la fortaleza de Sherezada.
Hubiera querido estar en Oaxaca en 1978, pero yo todavía no nacía. Tomo me escribió desde Nagasaki o Kioto. Hubo una bomba. ¿Fukushima? Ya nunca supe nada del par de japonesas. Bailaron con nosotros. Eva bailaba. Veo las fotografías. Los momentos congelados. Una, en específico, en donde yo saludo a alguien y desvío la mirada. Porque soy el Minotauro y son estas fotografías mi laberinto, que barajo con un temblor de manos. Aparece la última imagen donde aún me reconozco. Vas a morir. La muerte no tiene ojos, por eso es difícil de engañar. Esto es un cuento y Sherezada ha comprobado que, si no la muerte, por lo menos el destino, sí atiende a las palabras. Por eso he ido pronunciando los nombres, y con los nombres he ido formando una barricada. Astuta la estrategia de los topos.
Así lucía hace dos años. El hombre de la primera foto murió a los treinta años en la carretera que conduce a Mitla, la ciudad de los muertos. Esto es un cuento y el niño de la segunda foto tuvo un sobrino que vivió solo un mes, el bebé murió de un mal cardiaco. Yo vi su cajón blanco, pequeño, tan pequeño que cabía entre mis brazos. Estos son mis hijos. Los mutantes surrealistas del pasado. Estos son mis hijos, los que nunca veré crecer porque ya fallecieron. Eva fue asesinada en Salina Cruz. El bebé murió en Santa Cruz Amilpas.

Hace días, en la calle, la vi por fin. Me miró y sonrió mórbidamente. Era un hombre con facciones de rata y barba crecida. No me atreví a voltear para verificar su existencia.
Te dije que trataba sobre muerte, Sherezada. ¿Qué más puedo decir? Esto es un cuento y no quiero parar. Me refiero a la distorsión, por supuesto. Me refiero al acto de escapar, porque mil noches siguen siendo muy pocas noches.


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