Una mujer

13:27




Y Josué mandó al pueblo, diciendo: Vosotros no gritaréis, ni se oirá vuestra voz, ni saldrá palabra de vuestra boca, hasta el día que yo os diga: Gritad; entonces gritaréis. Así que él hizo que el arca de Jehová diera una vuelta alrededor de la ciudad, y volvieron luego al campamento, y allí pasaron la noche.
Josué 6:10-12


Otro día sucedió que mi madre dejó de estar ausente y yo, de pronto, me encontré frente a una mujer desconocida. Dejé de ver a mi madre durante un año. Ella, como mi padre y mis tíos y mis primos, cruzó un día una línea imaginaria. Se movió de Oaxaca y trabajó para una familia en California. Mi abuela —que al enviudar dejó a mi madre y a mi tía, aún niñas, en un orfanato—, pasaba las tardes en mi casa; ella cuidaría a los hijos de su hija. Y allá, a más de dos mil kilómetros de distancia, Benjamin y Antoni, los hijos californianos de una pareja de comerciantes chinos, le tomaban un cariño vespertino a mis padres



El asunto se adereza con  la mujer, tremendamente guapa e hija de un mafioso chino, que se enamoró de mi padre y le prometió fortuna y felicidad; con Abramcito, el oridundo de Tlacolula que quería aprender inglés y que a veces olvidada el español y entonces no podía articular palabra en lengua alguna y quedaba mudo y lleno de impotencia frente a las feroces caras expectantes —a punto de la burla— de sus hermanos; o con la vez que mi padre cortó, por confundirla con mala yerba, una planta preciada por Helen, la china californiana madre de Benjamin y Antoni. Todas esas historias las cuenta mejor mi padre, con su voz ronca y el vaivén de su manos duras, compuestas de dedos gruesos que parecen guijarros abandonados en un río. Él cuenta sus anécdotas con grandes gestos morenos, mientras destellos de melancolía atraviesan tranquilamente sus ojos adormilados por el tiempo. Y cuando empieza a contar todo aquello, sin importarle repetir una y otra vez los detalles, su boca se vuelve una ansiosa ramera que quiere tener una palabra que la llene. Mi padre tiene un carisma especial con los niños y los hijos californianos de aquellos chinos, herederos de un pujante negocio de importación, pronto se dejaron seducir
Durante el tiempo que mi madre cuidó a esos niños, mi padre cargaba cajas llenas de labiales y sombras por las mañanas y por las tardes daba mantenimiento a la residencia de los chinos. No recuerdo cómo fue la primera noche sin ellos, sin mi madre. No recuerdo escenas de despedida o días de tristeza. Sólo puedo evocar un teléfono público, instalado en una de las pocas tiendas que había en el pueblo por aquellos años. Ellos dos fueron siendo cada vez más tan sólo un teléfono que sonaba los domingos antes del medio día. En aquel entonces, ante un primer aviso, había que ir a la tienda de Chayo y esperar diez minutos para escuchar el timbre y comenzar a reconstruir las caras a partir de las voces. Era como tejer retratos con el hilo del sonido; una tonalidad, un timbre, una inflexión: eran los colores que buscaba yo. Ahora siento que me he convertido, un poco, en no más que un manojo de ondas electromagnéticas que cada domingo por la tarde hace sonar su voz. Ahora, que estoy a más de trescientos kilómetros de Santa Cruz Amilpas, sé que no se puede reprochar el olvido
No recuerdo esos minutos de espera, pero quiero imaginar que permanecía sentado en alguna banca vieja de madera y que mis pies se columpiaban, aburridos y acalorados, en medio de esa tienda donde los aromas del azúcar y de los detergentes se mezclarían en una tenue oscuridad. La tienda de Chayo continúa en su sitio, si bien ha sido remodelada varias veces: se deshizo del viejo mostrador de madera, ahora tiene varios enfriadores de colores llamativos y ya no vende panela en cucuruchos de papel estraza. A pesar de los cambios, la última vez que entré en la tienda la percibí tan vieja, como si el tiempo proyectara sobre ella una sombra indeleble. Vieja, tan vieja, otra vez vieja, parece que esa tienda librara una batalla continua contra el deterioro, y no pudiera ganar jamás. Pero su pequeño triunfo radica en esos pocos años que siguen a las remodelaciones: esplende y asombra, engaña al proclamarse nuevamente nueva bajo la mirada condescendiente del tiempo. En aquellos minutos de espera seguramente el tiempo también marcaría mi rostro ovalado de niño aburrido
Entre las fotos familiares que conservo hay una de Disneylandia. Están mis padres con suéteres de colores y cada uno abraza a un niño chino. Fueron con Benjamin y Antoni mientras yo jugaba, seguramente, con un montón de tierra, a mitad de un patio colmado de sol. Mi madre siempre cuenta que se divirtió mucho en aquel parque y que son necesarios varios días para agotarlo. Yo jamás he tomado un avión, y debido a la desesperanza que he adquirido, es seguro que jamás salga del país. Pero en ese entonces yo era un niño y jugaba con tierra, piedras y flores y mi padre tendría la edad que tengo en este instante que escribo, que trato de llegar al momento en el cual mi madre regresó, luego de un año de ausencia. Este suceso se niega a ser atrapado por estas manos faltas de pericia y esta mente que se asombra con cada minúscula piedra que encuentra en el desierto. Camino por la espiral que dibuja la rosa de Jericó y hago el vuelo de la ortega
Es difícil para mí describir la escena porque la tengo tan incrustada en mi mente, con sólo decir: «una mujer vestida con blusa azul se columpiaba en una maleta» ese momento se recrea con precisión. Pero no será evidente para alguien que no haya visto a esa mujer dubitativa, frente a esos niños tan morenos y de cabellos secos por el sol, sentada sobre el equipaje que emanaba aún el olor a bienestar y comodidades lejanas. Allá, a miles de kilómetros, quedó la piel suave de aquellos niños chinos, hijos de un próspero matrimonio. Y yo tengo el propósito de no ser críptico, aunque todo esto que hago y digo y escribo y pienso sea sólo para mí. Pero no lo es únicamente. Así pues, como vestigios de una esplendorosa y antigua ciudad, sólo conservo fragmentos de la escena donde mi madre se columpia en su equipaje
No recuerdo dónde estaba ni qué hacía en el momento en que ellos llegaron. Años después, cuando mi padre volvió a irse y volvió a regresar, grabé el instante preciso en el cual él fue a buscarnos, a mi hermana y a mí, a la escuela primaria. Pero con esta ocasión que trato de describir, no puedo recordar mayores detalles. Sólo sé que ellos llegaron con muchas maletas y cajas de regalos, con dólares en billetes y monedas y ropa nueva. Hubo pantalones de mezclilla, playeras con dibujos inusitados en aquel pueblo y un Súper Nintendo. Todavía en estos días manchados por la irracional inocencia, después de veinticinco años, regreso a ese hogar y suelo prender la consola y jugar los juegos que me sé de memoria
No hace falta detallar el tamaño y forma de la maleta, ni la manera en la cual aquella mujer «se columpiaba», porque lo importante no es la posición en la que ella se encontraba sino cómo es que yo, viéndola oscilar sobre su maleta, no la reconocí. No la recordé. Bastó un año para olvidar a mi madre. Aquella mujer rolliza, de tez más blanca y cabellos ondulados y brillantes, no mantenía relación alguna con la madre delgada, de rostro manchado por el paño y de carácter explosivo. Tuve una madre maltratada, tuve una madre-teléfono y ahora se presentaba ante mí una madre novedosa
Todos los que se van a Estados Unidos regresan más gordos y más blancos y más felices, al parecer. Aquella mujer se mece y sonríe, un tanto tímida y un poco confundida, y callada desea que su hijo, tan igual como siempre, se acerque a ella y la abrace y le diga: «mamá, te quiero, te extrañé». Pero sólo sucede la prórroga, sólo una estéril espera como de muerte. Mis ojos van de aquella mujer a mi hermana mayor. Veo a mi hermana porque es la única persona que puede aclarar la confusión, la única a la que podría creerle la mentira. «Ve, abrázala, es mamá». Y entonces no doy crédito. Dejo de tener certeza de los cambios y de la permanencia. No se puede reprochar el olvido. Y yo la olvidé muy pronto. Quizá cuando la creí sólo el auricular del teléfono de la tienda de Chayo. Quizá desde la primera noche que no me dio una taza de café aguado con galletas de animalitos. La olvidé para siempre: en aquel encuentro con la nueva mujer no quedé convencido de estar frente a mi madre. No la sabía mi madre, pero soy práctico
Años después tampoco quise saber de las cosas invisibles, negué esa proliferación molecular y no deseé ser práctico. Podría decir que hablo sobre el tumor en el cerebro de mi madre, sobre el tumor en la médula de mi hermana, sobre los padecimientos visuales de la familia. Podría decir que rompo lazos fácilmente. Podría decir que las pesadillas no fueron por mí, porque yo no me he ido, pero en realidad me fui para siempre en aquel medio día de los ojos azules —como se fue mi madre para nunca regresar a pesar de volver—, día en el cual necesité mucho ser Sherezade. Y ahora lo usual, lo que soy yo desde hace años: aquel medio día y aquella sangre que se torna azul, aquel deseo de seducir a la espada una noche más, aquel ir detrás de la sombra nocturna de Sherezade, el decir y no decir, el querer pronunciar la sentencia con mis silencios tontos. Soy práctico
Todo es un burdo pretexto para no morir. Para no disolverme de nuevo en el aire y no ver el púrpura de cerca otra vez. Ni siquiera trato ya de ser oscuro ni de cifrar mi discurso. Si no se me entiende es por negligencia mía y descuido tuyo. Y Sherezade todavía despierta en Santa Cruz Amilpas, camina de día por sus calles irregulares, se mete en las casas de Cipriana, de tía Agustina, de Albina, de Cheo, de tía Ramona o de la difunda doña Chagüita. En cada sombra recoge un recuerdo para construir la ficción nocturna con la que enfrentará al sultán, a ese hombre que sí quiere creer la mentira, deseoso de una noche más. Y yo, otra vez niño, voy detrás de ella, creyéndola una gitana, creyéndola quizá, mi madre

You Might Also Like

0 comentarios

Lo anterior

La memoria que se olvida

Si tan sólo miraras atrás

Subscribe