En el circo
9:06
Quiero
consignar ahora una serie de sucesos inocentes, casi carentes de
importancia. Sólo me impulsa el deseo febril de que estos hechos no
sean arrastrados por la corriente del olvido y su existencia
transcurra oculta debajo de un fino lodo, aplastada por una oscura
negligencia. Por eso me obligo a escudriñar cada hecho, como el
arqueólogo que levanta del suelo cualquier piedra, cualquier
fragmento y descubre en la más simple roca una figurilla
prehispánica. Así pues, hay que proceder como el arqueólogo y
recolectar y limpiar con cuidado fragmentos dispersos, para unirlos y
luego buscarles un lugar en una vitrina y confinarlos a un tedioso
descanso, dentro de la sala silenciosa de un museo que nadie visita. Son
hecho sencillos, como los fragmentos de vasijas que se encuentran
alrededor de las antiguas ciudades zapotecas o mixtecas
Hace
años, cuando aún era niño y como niño no tenía ninguna
obligación vital más que la de vivir, se instaló un circo a pocas
calles de mi casa. El circo empezó a crecer en la cancha del pueblo.
En esa cancha aún hoy, cada tres de mayo, se celebran bailes y
jaripeos en honor del santo patrón. Diré cosas simples que
quizá sólo importen al niño que las vivió, porque a mí
únicamente me mueve el interés del anticuario y el insano deseo de la ficción. Hace tiempo que he dejado de consignar los hechos
importantes, porque creo que las cosas pequeñas merecen más
atención en estos años en que sólo lo serio y lo grande parece
importar
Apenas
comenzaron los hombres del circo con su trabajo y los niños de mi
pueblo atendimos al llamado anónimo e invisible de la curiosidad.
Formamos una menuda red alrededor de la cancha, como buitres que
esperan los últimos pasos de un elefante enfermo. Fuimos testigos de
cómo crecía poco a poco la carpa. Todavía puedo hallar en mi
memoria algunos fragmentos que me hablan de hombres clavando estacas,
sujetando gruesas cuerdas y realizando grandes esfuerzos. Son ya sólo
brazos, siluetas de manos y fragmentos de cuerdas, trozos de
resoplidos mezclados con largos maderos; la tierra horadada y el
césped aplastado. Puedo unir esos fragmentos para obtener la imagen
de sogas tensándose al atardecer
Era
un circo pequeño. Uno de esos circos que se mueven en rutas
periféricas, que nunca competirán contra un circo lujoso de dos o tres pistas. Es un modo de sobrevivir: en lugar de rentar un
espacio caro dentro de la ciudad, buscan un terreno amplio y barato
en las afueras. Santa Cruz Amilpas, en ese entonces, empezaba a
ser parte de la zona conurbada de Oaxaca. Era un circo familiar, con
pocos animales y muchos infantes. Nosotros entramos pronto en contacto
con aquellos niños de tez tostada y cabellos pálidos, casi
rubios. He llegado a pensar que eran húngaros. Entre ellos se
hablaban con palabras que nunca comprendimos, aunque nos parecían familiares
No
tuvieron que pasar muchos días para que mis tardes se convirtieran
en tiempo gastado alrededor de las casas móviles, entre animales de
mirada opaca. Pude tolerar el olor del estiércol y el olor a mugre
de los niños, me acostumbré a sus extraños modales y siempre me
admiraba de sus cabellos cenizos, casi rubios, que rutilaban aún
ante la escasez de la luz
No
puedo precisar los detalles de las funciones del circo. Por más que
busco no puedo hallar imagen alguna de las acrobacias y los malabares
dentro de la carpa, con las luces, la vestimenta y el maquillaje de
una función estelar. De hecho ni siquiera sé si fui a una.
Conservo, eso sí, los momentos de ensayos y las caídas de los
equilibristas sobre una gran red. Cuando iba a medio día, los niños
del circo me permitían pasar a la carpa para ver cómo sus padres
repetían una y otra vez los movimientos que les darían de comer. A
esa hora el olor de la orina de los caballos y los camellos crecía
en todas direcciones. El circo no despertó el interés del pueblo y
las tardes de sus integrantes se volvieron largas y precarias.
La
mamá de uno de los niños del circo era trapecista, todavía la veo
mecerse, como una niña triste que flota en el aire, indecisa ante el
vacío. Examino un fragmento de su figura: su rostro luce sin
maquillaje, vestida de manera cómoda, sin lentejuelas ni canutillos.
La veo oscilar, tan libre sobre el suelo. Es una de las piezas mejor
conservadas: como esas figuras aztecas de barro que representan a
guerreros águila. En momentos de tristeza me paseo por las salas
desiertas de mi museo y siento envidia ante ese movimiento pendular
que no me he atrevido a concluir
He
dicho que consignaría sucesos inocentes y casi sin importancia, mi
infancia estuvo llena de esos momentos y ahora, que cada decisión
conlleva la mutilación del futuro, sólo hallo refugio en aquellos
recuerdos. Hoy el presente se bate en una guerra civil contra el
pasado y es preciso salvar lo valioso del desastre: una tarde de
mi infancia, la fotografía de una persona que ya murió, la agonía
de una perra, el engaño continuo, cualquier cosa
Hubo
un circo cerca de mi casa y jugué con los niños del circo pobre.
Cuando yo era pequeño mi pueblo era pequeño; estaba muy cerca de la
capital, pero eso no le quitaba lo minúsculo. Quinientos habitantes,
quizá. En los pueblos de los alrededores otros tantos. Nunca la
gente será suficiente para sostener en el aire a funámbulos y a equilibristas, para reírse de los payasos e intimidar la danza de los osos y la paciencia de los elefantes. El circo agotó el asombro de los pueblerinos, y luego de
dos o tres semanas se tuvo que ir
Las
tardes fueron cálidas porque sólo eran una repetición de
aburrimientos compartidos. Casi no recuerdo a los niños del circo,
pero sí su carácter un poco hosco. Nunca los vi comer y de hecho
nunca vi comida en el campamento. Lo que sí vi fue la falta de un
caballo y entendí, por algún comentario de los niños, que uno de
los payasos lo había matado. El alimento para los animales era
insuficiente y el caballo estaba viejo, ya no era ágil, cada vez
servía menos. Los caballos no son atractivos y si dejan de ser
útiles su existencia se vacía de sentido. Un camello, en cambio,
siempre despertará la curiosidad en los niños que, como yo,
sólo pueden ver y oler a un animal de esa clase en los circos. Según
entendí, gracias al caballo pudieron comer varios días una carne
insípida y dura, casi insustancial. Ese caballo les dio la fuerza
para destensar las sogas, sacar las estacas de la tierra y echar
abajo la carpa
Una
tarde, después de la escuela, fui a la cancha y la encontré desnuda
de todo circo, con el pasto arruinado y vacía de toda clase de niños. En una ocasión, antes de que se
marcharan, llegué a la parte trasera de las casas rodantes. De la
tarde sólo quedaban restos de una luz en suspenso; una serie de
gruñidos me guiaron en medio del campamento. Ahora percibo el
contorno de una figura en el suelo, oblonga, que se sacude de tiempo
en tiempo. Dije que consignaría los hechos
sucedidos durante la estancia del circo en mi pueblo y eso es lo que
trato de hacer. Coloco con cuidado las piezas restauradas en este
museo abandonado
Hay
que tener cuidado, porque es muy fácil confundir un guijarro con una
figurilla prehispánica o soltar para siempre una cara de barro
erosionada por pensarla un trozo de tierra dura.
Conforme
avancé pude notar que el cuerpo del caballo yacía en el suelo. Los espasmos que vi eran animados
por los movimientos febriles de los niños del circo, vi algunas
corvas y algunas piernas. Me acerqué despacio, como llamado por un
canto marítimo, hacia el desastre. Encontré a los niños prendidos
del vientre del equino, los vi igual a lechones ansiosos por mamar. Continúe la travesía y vislumbré las cabezas
de los infantes hundiéndose en las entrañas del animal. Aquellos
cabellos relucientes hasta en las penumbras se perdían entre las
costillas abiertas, rojas como nunca, del equino. Uno de los niños,
el más pequeño, alzó la cara; miré su rostro saciado de sangre,
carne y vísceras. Supe que habían sufrido de privaciones durante
los días de funciones coloridas y música festiva, que el hambre les
fue creciendo en medio de risas infantiles afortunadas y de aplausos
mecánicos
He
dicho que consignaría acontecimientos triviales e inocentes que se
desarrollaron durante la estancia del circo en mi pueblo. He de
confesar que estos recuerdos son en buena medida infundados. Pero el
hecho de que sean casi mentiras no les resta valor alguno. Nadie
podría negar la existencia de Monte Albán sólo porque las piedras
antiguas fueron acomodadas según caprichos modernos. Hubo una Monte
Albán y hay otra Monte Albán. Y existen. Lo del caballo lo imaginé
en mi casa, la noche inmediata a la desaparición del circo. Debió
haber sido después de la cena, antes de que las pesadillas
recurrentes de mi infancia me atacaran. Yo fui casi igual a esos
niños, sólo que yo no conocía el mundo
Lo
del caballo quizá hasta sea una mentira y no me avergüenza decirlo,
lo sé; sucede que últimamente, a mitad de estas tardes de
obligaciones retribuidas, merodeo por ese museo tímido, recorro las
salas pequeñas y me detengo a examinar las piezas discretas que se
guardan detrás de una vitrina. Y cuando el teléfono suena o un
oficio se hace urgente, vuelvo la mirada a la ventana en busca de una
carpa de circo. Quisiera haber visto un caballo muerto, o el trepidar
de una niña funámbula que me enseñara la manera exacta de oscilar
en el aire sin caer
0 comentarios