En el circo

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Quiero consignar ahora una serie de sucesos inocentes, casi carentes de importancia. Sólo me impulsa el deseo febril de que estos hechos no sean arrastrados por la corriente del olvido y su existencia transcurra oculta debajo de un fino lodo, aplastada por una oscura negligencia. Por eso me obligo a escudriñar cada hecho, como el arqueólogo que levanta del suelo cualquier piedra, cualquier fragmento y descubre en la más simple roca una figurilla prehispánica. Así pues, hay que proceder como el arqueólogo y recolectar y limpiar con cuidado fragmentos dispersos, para unirlos y luego buscarles un lugar en una vitrina y confinarlos a un tedioso descanso, dentro de la sala silenciosa de un museo que nadie visita. Son hecho sencillos, como los fragmentos de vasijas que se encuentran alrededor de las antiguas ciudades zapotecas o mixtecas
Hace años, cuando aún era niño y como niño no tenía ninguna obligación vital más que la de vivir, se instaló un circo a pocas calles de mi casa. El circo empezó a crecer en la cancha del pueblo. En esa cancha aún hoy, cada tres de mayo, se celebran bailes y jaripeos en honor del santo patrón. Diré cosas simples que quizá sólo importen al niño que las vivió, porque a mí únicamente me mueve el interés del anticuario y el insano deseo de la ficción. Hace tiempo que he dejado de consignar los hechos importantes, porque creo que las cosas pequeñas merecen más atención en estos años en que sólo lo serio y lo grande parece importar
Apenas comenzaron los hombres del circo con su trabajo y los niños de mi pueblo atendimos al llamado anónimo e invisible de la curiosidad. Formamos una menuda red alrededor de la cancha, como buitres que esperan los últimos pasos de un elefante enfermo. Fuimos testigos de cómo crecía poco a poco la carpa. Todavía puedo hallar en mi memoria algunos fragmentos que me hablan de hombres clavando estacas, sujetando gruesas cuerdas y realizando grandes esfuerzos. Son ya sólo brazos, siluetas de manos y fragmentos de cuerdas, trozos de resoplidos mezclados con largos maderos; la tierra horadada y el césped aplastado. Puedo unir esos fragmentos para obtener la imagen de sogas tensándose al atardecer
Era un circo pequeño. Uno de esos circos que se mueven en rutas periféricas, que nunca competirán contra un circo lujoso de dos o tres pistas. Es un modo de sobrevivir: en lugar de rentar un espacio caro dentro de la ciudad, buscan un terreno amplio y barato en las afueras. Santa Cruz Amilpas, en ese entonces, empezaba a ser parte de la zona conurbada de Oaxaca. Era un circo familiar, con pocos animales y muchos infantes. Nosotros entramos pronto en contacto con aquellos niños de tez tostada y cabellos pálidos, casi rubios. He llegado a pensar que eran húngaros. Entre ellos se hablaban con palabras que nunca comprendimos, aunque nos parecían familiares
No tuvieron que pasar muchos días para que mis tardes se convirtieran en tiempo gastado alrededor de las casas móviles, entre animales de mirada opaca. Pude tolerar el olor del estiércol y el olor a mugre de los niños, me acostumbré a sus extraños modales y siempre me admiraba de sus cabellos cenizos, casi rubios, que rutilaban aún ante la escasez de la luz
No puedo precisar los detalles de las funciones del circo. Por más que busco no puedo hallar imagen alguna de las acrobacias y los malabares dentro de la carpa, con las luces, la vestimenta y el maquillaje de una función estelar. De hecho ni siquiera sé si fui a una. Conservo, eso sí, los momentos de ensayos y las caídas de los equilibristas sobre una gran red. Cuando iba a medio día, los niños del circo me permitían pasar a la carpa para ver cómo sus padres repetían una y otra vez los movimientos que les darían de comer. A esa hora el olor de la orina de los caballos y los camellos crecía en todas direcciones. El circo no despertó el interés del pueblo y las tardes de sus integrantes se volvieron largas y precarias.
La mamá de uno de los niños del circo era trapecista, todavía la veo mecerse, como una niña triste que flota en el aire, indecisa ante el vacío. Examino un fragmento de su figura: su rostro luce sin maquillaje, vestida de manera cómoda, sin lentejuelas ni canutillos. La veo oscilar, tan libre sobre el suelo. Es una de las piezas mejor conservadas: como esas figuras aztecas de barro que representan a guerreros águila. En momentos de tristeza me paseo por las salas desiertas de mi museo y siento envidia ante ese movimiento pendular que no me he atrevido a concluir
He dicho que consignaría sucesos inocentes y casi sin importancia, mi infancia estuvo llena de esos momentos y ahora, que cada decisión conlleva la mutilación del futuro, sólo hallo refugio en aquellos recuerdos. Hoy el presente se bate en una guerra civil contra el pasado y es preciso salvar lo valioso del desastre: una tarde de mi infancia, la fotografía de una persona que ya murió, la agonía de una perra, el engaño continuo, cualquier cosa



Hubo un circo cerca de mi casa y jugué con los niños del circo pobre. Cuando yo era pequeño mi pueblo era pequeño; estaba muy cerca de la capital, pero eso no le quitaba lo minúsculo. Quinientos habitantes, quizá. En los pueblos de los alrededores otros tantos. Nunca la gente será suficiente para sostener en el aire a funámbulos y a equilibristas, para reírse de los payasos e intimidar la danza de los osos y la paciencia de los elefantes. El circo agotó el asombro de los pueblerinos, y luego de dos o tres semanas se tuvo que ir
Las tardes fueron cálidas porque sólo eran una repetición de aburrimientos compartidos. Casi no recuerdo a los niños del circo, pero sí su carácter un poco hosco. Nunca los vi comer y de hecho nunca vi comida en el campamento. Lo que sí vi fue la falta de un caballo y entendí, por algún comentario de los niños, que uno de los payasos lo había matado. El alimento para los animales era insuficiente y el caballo estaba viejo, ya no era ágil, cada vez servía menos. Los caballos no son atractivos y si dejan de ser útiles su existencia se vacía de sentido. Un camello, en cambio, siempre despertará la curiosidad en los niños que, como yo, sólo pueden ver y oler a un animal de esa clase en los circos. Según entendí, gracias al caballo pudieron comer varios días una carne insípida y dura, casi insustancial. Ese caballo les dio la fuerza para destensar las sogas, sacar las estacas de la tierra y echar abajo la carpa
Una tarde, después de la escuela, fui a la cancha y la encontré desnuda de todo circo, con el pasto arruinado y vacía de toda clase de niños. En una ocasión, antes de que se marcharan, llegué a la parte trasera de las casas rodantes. De la tarde sólo quedaban restos de una luz en suspenso; una serie de gruñidos me guiaron en medio del campamento. Ahora percibo el contorno de una figura en el suelo, oblonga, que se sacude de tiempo en tiempo. Dije que consignaría los hechos sucedidos durante la estancia del circo en mi pueblo y eso es lo que trato de hacer. Coloco con cuidado las piezas restauradas en este museo abandonado
Hay que tener cuidado, porque es muy fácil confundir un guijarro con una figurilla prehispánica o soltar para siempre una cara de barro erosionada por pensarla un trozo de tierra dura. Conforme avancé pude notar que el cuerpo del caballo yacía en el suelo. Los espasmos que vi eran animados por los movimientos febriles de los niños del circo, vi algunas corvas y algunas piernas. Me acerqué despacio, como llamado por un canto marítimo, hacia el desastre. Encontré a los niños prendidos del vientre del equino, los vi igual a lechones ansiosos por mamar. Continúe la travesía y vislumbré las cabezas de los infantes hundiéndose en las entrañas del animal. Aquellos cabellos relucientes hasta en las penumbras se perdían entre las costillas abiertas, rojas como nunca, del equino. Uno de los niños, el más pequeño, alzó la cara; miré su rostro saciado de sangre, carne y vísceras. Supe que habían sufrido de privaciones durante los días de funciones coloridas y música festiva, que el hambre les fue creciendo en medio de risas infantiles afortunadas y de aplausos mecánicos
He dicho que consignaría acontecimientos triviales e inocentes que se desarrollaron durante la estancia del circo en mi pueblo. He de confesar que estos recuerdos son en buena medida infundados. Pero el hecho de que sean casi mentiras no les resta valor alguno. Nadie podría negar la existencia de Monte Albán sólo porque las piedras antiguas fueron acomodadas según caprichos modernos. Hubo una Monte Albán y hay otra Monte Albán. Y existen. Lo del caballo lo imaginé en mi casa, la noche inmediata a la desaparición del circo. Debió haber sido después de la cena, antes de que las pesadillas recurrentes de mi infancia me atacaran. Yo fui casi igual a esos niños, sólo que yo no conocía el mundo
Lo del caballo quizá hasta sea una mentira y no me avergüenza decirlo, lo sé; sucede que últimamente, a mitad de estas tardes de obligaciones retribuidas, merodeo por ese museo tímido, recorro las salas pequeñas y me detengo a examinar las piezas discretas que se guardan detrás de una vitrina. Y cuando el teléfono suena o un oficio se hace urgente, vuelvo la mirada a la ventana en busca de una carpa de circo. Quisiera haber visto un caballo muerto, o el trepidar de una niña funámbula que me enseñara la manera exacta de oscilar en el aire sin caer


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