En ocasiones soy el pequeño destello que ciega mi visión. En otras me veo como la densa oscuridad que dilata mis pupilas. Me soy, a final de cuentas, nada provechoso.
Hoy he reÃdo sin motivo alguno.
Hoy vi a la vendedora de naranjas pedir ansiosa un taxi. En medio de la noche.
De la nada.
También tiré una carta más al rÃo prÃstino en donde la garza anida.
Extraño el mundo que nos tocó vivir.
El mejor. El peor. Quizás el único.
Me gustan las frases cortas que dicen mucho.
Y los amaneceres largos y callados.
No hay más poesÃa que la Naturaleza ,
cualquier otra cosa son tontos intentos de imitarla.
Como siempre: a destiempo y sin ser pedido, un breve comentario al respecto de la presentación de Hebefrenia, selección de cuentos del taller de narrativa de la Biblioteca Henestrosa a cargo de Fernando Lobo, Alejandra Silva, Coral Gómez y Enrique Velázquez Escobar.
¿Genio? En este momento
Cien mil cerebros se piensan en sueños genios como yo,
Y la historia no señalará, ¿quién sabe? ni a uno
TabaquerÃa
Pessoa
“El taller es una mesa. Una larga mesa rectangular con sus respectivas sillas”, eso escribe Lobo al inicio de esta antologÃa. Algunos podrán pensar que es una frase mamadora, sin embargo yo la retomo porque no dice otra cosa que no sea la verdad. El taller sólo es eso. No es una máquina de escritores. O el lugar donde los secretos del buen escribir se revelan con bombo y platillo. Vamos, ni siquiera se paga para poder asistir.
El taller es sólo un grupo de escritores anónimos. A veces ni eso. Es un montón de copias de textos que en ocasiones pagamos en equipo. A veces ni eso. El taller es una persona que lee, regularmente le sigue el silencio de los escuchas pasmados. A veces algunos comentarios.
Tan claro es que el taller no enseña nada, que mÃrenme, dos años asistiendo regularmente y ni siquiera aprendà a leer de manera decorosa.
El taller no enseña. Da o quita únicamente. Quita cuatro horas a la semana. Quita algunas monedas para pagar las fotocopias. Quita el miedo a errar, porque equivocarse es ante todo una oportunidad. Da significados de palabras como hachón o hebefrenia. Da ideas y opiniones valiosas.
Y de vez en cuando otorga grandes amigos.
AsÃ, en esta antologÃa, más que resultados del taller, lo que se lee (y eso es muy valioso) es el resultado del escribir por el mero gusto de hacerlo. Sin imaginar que esas letras algún dÃa verÃan la luz. La dulce inocencia del inédito.
¿Ventajas? MuchÃsimas: diversión garantizada; ausencia de pretensiones filosofoides jaquecosas; un lenguaje claro y franco, muy cercano al lenguaje claro y franco que utilizamos entre amigos. Además de cierto estándar de calidad (pues oficialmente son los resultados de un taller, asà que tiene que verse algo de chamba reflejada en el libro).
Este libro es como un concierto callejero, sin una iluminación espectacular ni sonido digital, pero con muchas ganas de tocar bien.
Simple y basta, como dice Lobo. Y sÃ, simple y basta.
Oscuras voces que gritan y pronuncian de manera severa las palabras ya escuchadas.
Fracaso.
Idiotez.
Olvido.
Lluvia que moja de nuevo.
Lodo que aparece en el jardÃn trasero, que se mete en el comedor, en la sala.
Debajo de la cama.
La debilidad que feroz acosa la carne.
Ese brillo apagado en los ojos.
Una mano agotada que cae, que se resigna a caer.
Y el cuerpo que lo permite.
De pronto la mirada se posa en otra parte.
Cálida y soleada.
¡Ah!, siempre ocurre.
Se me olvida que soy feliz.
Existen pequeños resquicios donde la magia escapa. Grietas apenas conocidas que hemos visto miles de veces sin prestarles la debida atención. Aquà tres de ellas.
I
El sol hiere con sus rayos la ciudad. Es medio dÃa. Camino sobre la calle Independencia a la altura del mercado de la Merced. La sombra huye, no hay árboles que protejan mi piel de la inclemente lluvia solar. Y el calor. Irremediablemente vienen a mi cabeza las palabras de Gombrowicz (traducción de Pitol): “Sudor… Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador.” La boca seca, sequÃa interior. Camino. Siento mi garganta deshidratarse. Ando por calles cuyos nombres nunca puedo recordar. ¿Fray Aparicio? ¿Mártires de Tacubaya? Sólo sé que estoy cerca del mercado de la Merced.
¡Oh!
Algo. Una señal. Un oasis en medio del desierto que se disfraza de ciudad. Un puesto pequeño y austero en una esquina. “Aguas y nieves”. Esas palabras me son suficientes para avanzar presto al encuentro con el puestecito. Una señora con coquetas zapatillas me atiende. Pido, suplico algo refrescante. La mujer de los tacones sugiere una nieve, sugiere además, una combinación especial: leche quemada con tuna.
¡Um! Hay quien dice que la libertad sabe a nieve de leche quemada con tuna. Yo soy más reservado, más simple quizá. Sólo me atrevo a decir que esa nieve de leche quemada fue el huracán que refrescó mi paladar. Dulce tormenta. Fresca sangre.
II
Debe ser dulce. No aguado pero tampoco espeso. Suave. Y la espuma (que es la parte capital de esta bebida) debe ser cremosita, densa y con un ligero sabor achocolatado. Asà es mi tejate ideal. El tejate que mi bisabuela hacÃa cuando todavÃa podÃa ponerse detrás de un metate.
En una tarde nublada y ligeramente ventosa, en la cándida época de estudiante, salà a dar una vuelta por el zócalo y mercados para despejarme. Estaba hambriento, además tenÃa poco tiempo y dinero. Caminé en el interior del Mercado Benito Juárez, hasta el corazón de ese lugar. Llegué a la zona donde vende semillas, doblé por unos puestos de tortas y licuados. Estaba casi a punto de pedir una torta cuando vi a una señora que vendÃa tejate. Se me antojó. Pedà una jÃcara y bebà y al hacerlo inevitablemente recordé a mi bisabuela. Y lo mejor, las energÃas regresaron a mi cuerpo. Pagué y caminé con el sabor del tejate en mi boca aún.
El dÃa se oscureció por el tropel salvaje de nubes que pasó sobre la ciudad. El olor a tierra mojada invadÃa las calles. La humedad en el aire. Corrà para no mojarme.
Ese señores, el tejate de la señora seria de la foto, es mi tejate ideal. Espuma perfecta, textura suave, sabor intenso. ¡Uf! El puesto se encuentra en el pasillo Mixtecos, esquina con Chinantecos o Chontales (en la entrada norte del mercado hay un mapa para ubicarse). Por ese rumbo está.
III
Hay quien opina que comer memelas de noche es un agravio a las buenas costumbres oaxaqueñas. Quizá lo sea, pero en ocasiones es delicioso hacerle muecas a las buenas costumbres.
Las mejores memelas nocturnas, por mucho, son las de Doña Memela. Asà es como se le conoce en el bajo mundo de la comida nocturna a la señora que tiene su guarida en la calle Matamoros, entre Crespo y Tinoco y Palacios.
Pequeña. Pequeño, todo en Doña Memela es pequeño: su comalito, su mesita y su tabla para aplastar la masa. Y los precios. Corrijo: Casi todo en Doña Memela es pequeño, el sabor de su salsa verde es enorme, picosita y ligeramente ácida.
Acostumbro sentarme a esperar paciente que sus manos y el calor del comal manufacturen mi cena. Tranquilo en aquella calle silente. Entre penumbras. Con dos o tres clientes más que esperan, platican o comen meditabundos esos pequeños manjares. Y uno que otro automóvil que transita lento. Sentado en medio de la noche calmada, recordando hechos pasados, vislumbrando planes futuros.
Cuando la noche devora a la ciudad yo devoro una rica memela.
Despertares salvajes al lado de un tierno hombre. Cactus.
Mordidas suaves, que dejan pequeñas marcas en los labios. Macetas.
Inexploradas playas bañadas por un mar azul.
Latidos de corazones.
La selva que acecha, que guarda, que esconde.
Cercana.
La sonrisa inocente que rompe cualquier silencio.
Cualquier quietud.
Un movimiento de mano.
Deslizar los dedos por la cintura de mis deseos.
Y un dÃa soleado que amalgama todo en un rayo de luz.
Que ilumina las flores.
Que colorea su frente.
Y explota en mi interior.
Recuerdo un verano extraño, cálido a pesar de las lluvias ocasionales fuera de temporada y de los ventarrones a destiempo. También recuerdo las caminatas vespertinas con mi abuela tÃos y primos por los cerros del valle de Oaxaca. Y las comidas en el campo, con el aroma del chepiche jugando en nuestras narices. Tasajo, chorizo, tlayudas, quesillo, salsa… Los árboles y las rocas antojándose de las viandas familiares.
Y ya que estoy por los rumbos del Recuerdo, ¿cómo olvidar el pitido del tren que pasaba los domingo rumbo a Tlacolula? De eso ya hace muchos años. Por el momento las locomotoras se oxidan en algún lugar desconocido, junto con los rieles. Los durmientes fueron cena de las polillas. Y los pedernales se hundieron en la tierra hambrienta.
Ya no corre rápido el tren, ahora lo hacen los automóviles y las bicicletas. Ya no hay vÃas, ahora está Avenida Ferrocarril y una ciclo pista.
Recuerdo un verano extraño en el cual, obligado por la nostalgia, recorrà de nuevo aquellos caminos y veredas. Olà otra vez los aromas del campo y sentà la dureza de las piedras. Polvo, sol, sudor. Y los cerros creciendo a cada paso mÃo. Y la vista espectacular.
Descenso. Sed. Hambre. Rodeando el antiguo camino del ferrocarril algunos lugares para comer. Elegà uno. Comales calientes y sobre éstos, la masa que se cocÃa. Pronto los frescos olores del campo fueron sustituidos por las cálidas notas aromáticas de una memela. Una empañada. Tomé asiento y de pronto el tiempo empezó a correr lento. Dilatado. Como si no importara. La comida estaba lista y mi mente disfrutaba de la paz a la orilla de la carretera.
Luego la lluvia que cayó furiosa, desesperada recorrÃa cada centÃmetro de Avenida Ferrocarril, sacudÃa todos los árboles de San Sebastián Tutla, mientras yo daba mordida tras mordida a la empanada. El frÃo rocÃo que los ventarrones esparcÃan, de vez en cuando tocaba mi rostro. El calor del comal parecÃa luchar contra el viento.
Y yo, explorando el paÃs del Recuerdo.