No tengo claro el momento en el que dejamos de usar las calles y los transportes terrestres para adecuarnos a los canales y las canoas. De pronto yo ya no vivÃa en la Calle Sarset, sino en Canal Sarset. La ciudad dio paso al lago. Y mi familia decidió mudarse, harta ya del salitre y el olor a humedad sempiterno.
¿Dónde es aquÃ? ¿Qué tan lejos es allá? ¿Qué es más grande, aquà o acá? Eccum hac, eccum hic. Creo que la noche aquà es más frÃa que allá.
Este es un mundo ciego y silente. El ruido también es silencio. La luz también es ceguera.
¿En qué momento descubres que tu casa pertenece a una calle, y que ésta a una colonia? ¿Que la colonia es parte de una ciudad y que la ciudad, crece dentro de una nación? ¿Que la nación sólo es una gota de agua que moja una hoja de papel?
Estoy de humor para ser melancólico. Para ser sincero:
Hoy particularmente extraño confusas tardes de risas socarronas, como el chirriar de goznes oxidados. El aroma humeante de infusiones verdes. Las charlas pedantes. Las ideas discretas y poderosas.
Las tardes deberÃan ser eternas, para evitar las despedidas.
Pero las tardes eternas aún no han sido creadas: la noche llegó sin que me percatara.
Pasos titubeantes. Además alegres por un encuentro fortuito.
No me atrevo a adelantar el alba.
Un autobús marcha lento mientras me resigno a verlo por última vez. El deseo estéril de que dé marcha atrás.
‘Todo fue tan bonito’, dice el pequeño con el rostro aún iluminado,
después de ver los fuegos artificiales
morir en el cielo.
Una súper nova esclareció la noche hace varios siglos y aún la seguimos recordando.
Un viejo encuentra una moneda en la calle por la mañana y antes de dormir todavÃa sonrÃe.
La palabra ‘hermano’ no se regala en cada esquina.
El autobús desaparece.
Un tÃmido punto en el horizonte.
Las despedidas deberÃan ser eternas,
para evitar el olvido.
De dÃa, cuando los trinos de los pájaros inundan la luz desbordante,
cuando el cielo azul es atravesado por un avión pequeño y tÃmido
y el reloj de catedral luce preciso y correcto,
la mentira blanca llega a un punto de inaudita realidad.
La excesiva candidez del medio dÃa destruye la luz de los semáforos,
pero, ¡qué bellas lucen las calles plagadas de luminosidad!
La blancura del sol en el cenit desdibuja los contornos,
pero, ¡qué hermosas formas se le adivinan a los palacios!
En el medio dÃa la intensidad de los rayos solares lastima.
El extremo nÃveo del dÃa, donde todo quiere ser agradable.
¿Qué verdadera calamidad se atreverÃa a posar sus pensamientos en la ciudad de dÃa?
De noche, cuando el ulular de los búhos atemoriza a los niños,
cuando las invisibles garras de siniestros monstruos se ciernen sobre testas ignaras
y el frÃo viento trae las notas fúnebres del viejo panteón,
la ciudad se diluye en una ceguera de sospechas.
¡Atento!, aquel hombre de la esquina puede ser un malhechor.
Palacios que toman prestadas las formas de un burdel.
¡Cuidado!, los fantasmas subterráneos acechan los pies tÃmidos que se alejan de las cloacas.
Bibliotecas luminiscentes que son el blanco de la crÃtica negra.
¡Por ahà no!, que los demonios andan sueltos.
Entonces los niños se encierran en sus habitaciones,
a la espera de que el sol los aterrorice con su ceguera blanca.
A la expectativa de no olvidar, otro dÃa más, prestarle mayor atención a la mañana, a la tarde, a esas horas intermedias entre las orgÃas dementes de luz y oscuridad.
La literatura es una especie de música muda. La fuerza de las palabras retumba en la silente mente de aquel que lee un libro.
Cada lector es a su vez director e intérprete de una orquesta que sigue las indicaciones de la partitura-libro. Palabras que son más notas musicales que significados petrificados.
La música de las palabras. Muda, a veces árida, simplona, pero en ocasiones tan brillante como la más dulce de las sopranos.