«¡Barrabás!, ¡Barrabás!, ¡Barrabás!»
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Y
su mirada perdida, opaca, cansada llegó hasta el patio de una casa
humilde, perfumada con virutas de cedro. Unos niños corrieron al
interior y él caminó detrás de ellos. Sus pies no dolían y sus
muñecas estaban libres. Encontró a una mujer que preparaba animosa
la comida. Él bien hubiera podido decir: «Magdalena, sirve que
estoy hambriento», pero unos gritos enervantes le arrebataron
bruscamente a la mujer y a los niños, y el soporífero aroma
doméstico se desvaneció. Volvió a sentir el dolor en el cuerpo y
comenzó a escuchar, con gran amargura, un nombre que se repetía con
fuerza creciente: «¡Barrabás!, ¡Barrabás!, ¡Barrabás!».
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