Querida Quiela

10:13




Esta historia sucedió hace ya algún tiempo y, como todo lo importante en esta vida, lo que voy a relatar es sencillo. Trata de una cachorra callejera que una mañana llegó a casa. Mi familia la adoptó y en busca de un nombre se atravesó el de «Quiela». Cursi sí, pero en aquel tiempo nos pareció el menos trágico. Alguna vez tuvimos una perra llamada Laika que murió atropellada en la calle. También hubo un perro llamado Oso que murió luego de una larga agonía producto de la ingestión de carne con vidrio molido. Cosas que los vecinos hacen o los conductores, por un descuido, cometen. Y Lobo murió ahogado en una barranca, muy cerca de donde sucedieron las cosas que contaré sobre Quiela.
Esa perra era mala, hay que decirlo. Quizá vivió experiencias difíciles durante el tiempo que vagó por las calles, o quizá simplemente nació mala. Nunca tuvo el carácter que se espera de los perros: sumisos, fieles, alegres, casi rayando en la idiotez. Ella era reticente, como si en cada paso escondiera la posibilidad de una tarascada traicionera. Su rebeldía podía incluso llegar hasta la hostilidad. En algunos momentos pude ver un cúmulo de resentimiento en sus ojos, una mirada de desprecio sólo natural en los humanos. A veces, estoy seguro, Quiela sentía odio.
Esta es una historia pequeña, como la felicidad de este mundo. Siempre que rememoro a Quiela imagino a Laika, no la perra que murió atropellada afuera de mi casa sino la otra, la rusa, orbitando dentro del Sputnik 2. Callejeras las dos, perdidas y destinadas a morir de una pobre manera. Esta es una historia sencilla, sobre una perra rebelde que no supo ser madre.
Quiela entró en brama y quedó preñada. Recuerdo los días en los cuales mi casa carecía de fronteras. Hoy es casi un búnker, amurallado, con paredes altas y pintadas de rosado, sobre las que caen las flores anaranjadas de una buganvilia. Antes, apenas unas láminas delgadas dividían mi sueño de la calle. Fueron los tiempos de pobreza extrema en donde las propiedades familiares se reducían a una cama matrimonial, un ropero muy apolillado, una mesa grande y vieja y algunas sillas forradas de material sintético. Pero cuando Quiela llegó a mi casa, mi padre había ya cosido tantos calcetines en Estados Unidos que seguramente alcanzarían para abastecer a toda la ciudad de Oaxaca. Quiela se detuvo frente a gran portón color carmín, que encerraba una casa de tres pisos, la más alta del pueblo. Rasguñó aquella superficie metálica hasta que alguien de la familia la escuchó. Fue muy temprano, casi no había gente en la calle. Ella eligió el hogar y, de alguna manera, su muerte.


Esta historia es sobre Quiela y cómo es que se preñó y después de un tiempo parió cuatro crías en un lote baldío contiguo a nuestra casa. Desde la ventana de la cocina, en el segundo piso, se pueden ver parte los cerros que conforman el Valle de Oaxaca. Hacia ese lado se ubica la escuela secundaria del pueblo —la técnica no. 116 de Santa Cruz Amilpas—, rodeada de pirules y altos eucaliptos y cipreses. En febrero, cuando la fuerza del viento aumenta, se podía ver por las tardes la lenta conversación de los eucaliptos. Me han dicho ahora que han cortado aquellos árboles y que su murmullo ya es imperceptible. He de confesar que no recuerdo con exactitud ya las fechas, últimamente ya no recuerdo la precisión, y en estos momentos de grandes prisas ya sólo puedo asir los sucesos. Gran ganancia será que de todo esto resulte un bosquejo sobre la muerte de Quiela. Es seguro que yo haya egresado de la secundaria cuando esta historia sucedió. Quizá ya había empezado la universidad, y quizá, al igual que Quiela, yo ya había empezado a rascar el portón metálico de mi muerte. Eso ya nada importa porque no se trata de mí, ni de mis tiempos, sino de Quiela y de su memoria.
Ella nunca quiso a sus cachorros. Fue negligente. A pesar de que acondicionamos dentro de la casa un espacio para que estuviera con sus perritos, ella decidió parir entre la maleza que abundaba en un lote vecino. Ese terreno se encuentra entre la secundaria y mi casa, desde la ventana de la cocina se podía observar en su totalidad. Por eso supimos que Quiela había elegido aquel lugar para tener a sus cachorros. La habíamos dado por desaparecida hasta que una de mis hermanas la vio salir de entre la maleza. Antes, cuando los eucaliptos confabulaban y mi casa era la más alta del pueblo, todavía quedaban lotes llenos de hierba, a la espera de retroexcavadoras, cemento y ladrillos. Porque todavía recuerdo que fue una tarde de finales de invierno cuando supe que mi casa era la más alta del pueblo. Subí hasta el sitio donde reposaba el tinaco aburrido y callado. Tal vez quise hacerle compañía y hablar un poco con él. Vi todas las montañas, las de la Sierra Norte, desde el Cerro del Fortín, pasando por las faldas de San Felipe, San Agustín, hasta las que se pierden rumbo a Tlacolula. Por el sur vi los pedregosos cerros de Tlalixtac, las «chiches» de San Sebastián y Santa Cruz, las lomas de San Antonio de la Cal, luego la ciudad, Monte Albán, y de ahí la intuición de Etla. Vi que ningún techo superaba mi visión periscópica. Pero esta no es la historia de una casa sino la historia de una perra que parió cuatro cachorros en medio de la maleza. Cachorros por demás débiles que no lograron despertar sentimiento alguno en su madre.
Yo fui al lugar donde parió. Cuando llegué ella estaba acostada sobre los cachorros y estos piaban como pollos. Agudos y tontos, sonidos que pronosticaban su fracaso. No sé a qué iba Quiela, porque a pesar de que los cachorritos trataban de asir sus tetas, ella los rechazaba. No los atendió. Quizá Quiela ni siquiera se dio cuenta que aquellos retazos de vida necesitaban cuidados, simplemente no supo cómo ser una madre. Como he dicho, esta es una historia sencilla y trata sobre la muerte de una perra llamada Quiela que tuvo cuatro cachorros.
Los perritos estaban enfermos. En una ocasión aproveché que Quiela no estaba y los revisé. Encontré larvas de moscas debajo de sus lenguas. Ante la negativa de Quiela de amamantarlos y debido al fracaso de mi hermana de alimentarlos con una jeringa, decidí matarlos. Iban a morir de hambre de todos modos. Sólo en este punto de la historia he recordado que maté a aquellos cuatro seres, blancos con motas negras como su madre. He de confesar que cuando empecé a relatar estos hechos sólo recordaba el estado lamentable de Quiela en sus últimos momentos: llena de ámpulas por el incendio que se dio en el lote donde ella continuaba echándose, aún después de la desaparición de sus perritos.
Ella frecuentaba esa especie de refugio, cueva hecha de maleza, donde parió a sus cachorros. La dueña del terreno decidió quitar toda la yerba que crecía y prendió fuego. Debió haber sido un sábado porque a esa hora yo no me encontraba en la escuela, estaba lavando los trastes. Un chorrito de agua salía del grifo de la tarja. El refrigerador comenzaba su proceso de enfriamiento con su ruido ordinario. Entonces, desde la ventana, vi una ráfaga horizontal de humo. De inmediato pensé en los dibujos animados de mi infancia: el Coyote corriendo con el trasero quemado, dejando una estela de humo tras de sí.
Yo no recuerdo cómo es que Quiela entró a la casa. Quizá después de lo cómico que me pareció esa escena, tomé conciencia de que era mi perra y no un dibujo animado la que corría incendiada. Pensé que no sería grave, que sólo encontraría a Quiela con el pelo un poco chamuscado, con su mirada rencorosa, y nada más.
Ahora la imagen que llega es la de Quiela en un rincón de la cochera, sentada, con sus dos patas delanteras rectas y su cabeza altiva. La vi tan orgullosa como nunca, tan arrogante y envestida con la dignidad de los aristócratas condenados a muerte que marchan sin aspavientos hacia el paredón. La cochera ha sido un sitio con poca luz y amplio. Mientras iba avanzando hacia mi perra empecé a ver los detalles. Sus ojos, creo, eran lo único que no tenía quemado. Poco a poco, de la oscuridad, empezó a manar su cuerpo herido, sin pelo, exhibiendo una piel repleta de heridas.
Esta es la historia de Quiela, aquella perra que nunca lloró o gimió. A veces, cuando mordía un zapato o jugaba con alguna prenda hasta desgarrarla, se ganaba un golpe. Y nunca, por más fuerte que le pegaran, gemía. Sólo regresaba una mirada llena de rencor que detenía al momento la intención de un segundo golpe. Ni siquiera en aquella ocasión de sufrimiento extremo esa perra se quejó ni quiso bajar la cabeza.
Todavía no sé la razón por la cual no atendimos a Quiela. Creo que pensamos, como suele suceder, que sus heridas iban a sanar solas, que después de esperar dos o tres días la veríamos correr de nuevo, en busca de zapatos para morder. Creí en su sanación espontánea como ahora quiero creer en la evasión de la muerte. Esta es la historia de Quiela y sus horribles quemaduras que pronto empezaron a supurar. Quiela se volvió más hosca, a cada intento de acercarnos ella respondía con amenazantes gruñidos. Sólo le dejábamos agua y alimento que ya nunca probó. Con el paso de los días percibimos el olor de la putrefacción y supimos que no mejoraría.
Un vecino, justo el padre de la mujer que prendió fuego, llegó una tarde a casa. Apuntó su rifle hacia la cabeza de la perra y disparó. Chico Güero, le decían. Ese señor murió hace años. Hace poco supe que su hija falleció de manera inesperada. Un derrame cerebral. Pero esta es la historia de Quiela, mi antigua mascota que ahora es una Laika que orbita sin descanso alrededor de mis recuerdos, enardecida como nunca. Todavía hoy no me puedo explicar el porqué no pensamos en llevarla con el veterinario.


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