Jacinto Adán

19:43


El lugar es agradable siempre y cuando esté desocupado. Sin personas ni personajes. Sólo el amplío hueco. Vacío. Si cierro los ojos podría… no, el ruido que ensordece mis oídos impide pensar que éste lugar, el Café Central, esté vacío.


Y menos cuando me pican el hombro o jalan de mi corbata para pedir algo. O me empujan mientras los clientes bailan desenfrenados y sin mirar a nadie más.

Todavía no siento el cansancio, ese vendrá al finalizar todo, cuando aguarde ansioso que el cajero termine de contar cada billete y moneda. En esa espera mis talones querrán estallar y mis brazos sentirán alivio por estar quietos. Y luego, como hoy toca paga, mi billetera aumentará unos cuantos gramos. En fin.

Oigo una botella de cerveza estallar contra el piso. Roco, otro mesero, ordena que vaya a limpiar.

¬–¡Y cobras la botella! –grita en medio de la locura musical.

Busco la escoba y el recogedor. Trato de avanzar rápidamente entre la viscosidad de piernas y torsos, pero los clientes forman una especie de membrana elástica y muy resistente que impide penetrarla.

Llego al baño. Regreso al lugar donde ocurrió el accidente. Pido permiso para asear, pero mi voz no sale con la fuerza suficiente para luchar contra los decibeles monstruosos. Aclaro la garganta.

–Me das permiso por favor –ruego a una chica que baila cerca de los restos de la botella.

Mientras recojo el vidrio partido, recuerdo que tengo que buscar al responsable. Paro de limpiar, un joven me observa.

¬–¿Viste quién fue? –le preguntó.

¬Mueve la cabeza negativamente y decora su cara con una sonrisa mientras su cuerpo se mueve al ritmo de la música.

Pregunto a otro joven, pero tampoco sabe.

Cuando termino relimpiar y Roco se acerca a mí, pregunta:

–¿Cobraste la botella?

–Lo que pasa es que no vieron quién fue –grito muy cerca de su oído.

–¡Cómo eres güey!, esa la pagas tú entonces –dice para después mezclarse entre la gente.

Suspiro y permanezco parado unos minutos. Observo a toda esa alocada gente que baila de mil maneras diferentes. Gritos y sonrisas. Afuera, en un pequeño pasillo, bajo el frío del cielo, otros fuman. Adentro muchos beben.

Alguien pica mi hombro. ¡Esa maldita costumbre de picarme el hombro en lugar de hablarme!

Es Guillermo.

–Te vas a conseguir cambio –dice.

Muevo la cabeza afirmativamente.

–Vete con la maestra, ella va a cargar gasolina.

Salgo y la maestra espera en la puerta, lugar donde los cuerpos ansiosos por entrar esperan que se haga un hueco en el que quepan. Un rinconcito nada más.

La tranquilidad de la calle me gusta. En algunas esquinas la luz de las lámparas es intensa, en otras la oscuridad se enreda entre nuestros pasos.

Camino en silencio las cuadras que nos separan del carro. La maestra sube y luego yo hago lo mismo. Prende el estéreo y escucho música de acordeón y una voz masculina en un idioma que no conozco.

–¿Has visto Amelie? –pregunta mientras ve por el espejo retrovisor.

–¿Cómo? –pregunto.

–Amelie, la película.

–No maestra.

–¡Ay dios!, si esa película la ha visto todo el mundo –enciende el motor y comienza a maniobrar para salir del lugar donde está estacionado el coche–, ¿en serio no la has visto?

Niego con la cabeza. Ella da vueltas al volante y voltea la cara para ver hacia atrás. Miro a través del parabrisas. Un grupo de jóvenes se mezclan con la noche y detrás de ellos la calle limpia y vacía. Iluminada.

–¿Qué películas has visto? –interrumpe mi silencio la maestra.

–Pues… –trato de recordar algún nombre– las que pasan en la tele.

–Pero, ¿de dónde saliste muchacho? –pregunta alarmada.

–De Cerro Aramadillo –contesto sin estar seguro de que la maestra quiera escuchar en realidad de dónde vengo.

–¡Ah sí!, algo así escuché –dice esto mientras se pasa un alto.

Mantiene las dos manos en el volante. Ve atenta el camino. Luego de unos minutos de silencio empieza a sonreír sin motivo aparente.

–Nada más porque me caíste chistoso te voy a hacer unas recomendaciones fílmicas –agrega– pon atención eh.

Mantiene la mano izquierda en el volante, con la derecha saca papel y pluma de su bolso y me los entrega.

–Escribe: “Le pupu le mató a le guaguá” –suelta una carcajada mientras yo anoto con esmero ese título.

–Y la otra es Cóctel –mira fijo hacia delante, ya sin reírse.

En ese momento llegamos a la gasolinera. Bajo a cambiar los billetes por monedas y ella se queda dentro del carro, retocándose el maquillaje mientras el despachador cansado le sirve gasolina.

Hace frío. La blanca luz de la gasolinera lo hace ser un sitio ideal para los desolados. Tomo el dinero y subo al auto. La maestra enciende el motor. Volvemos al centro. Al Central. A lo central. Atrás quedan somnolientos los despachadores de gasolina y sus ojos rojos.

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