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Ayer tomé el automóvil y corrà por una carretera solitaria. Todo el dÃa. Todas las noches. Llegué a una de las tantas ciudades trasparentes que me han dicho, existen. Aquellas en donde las paredes de concreto, las puertas de metal, las cortinas gruesas, todo aquello que obstruye la vista al interior de los hogares ha sido abolido.
Muros de cristal. Focos que alumbran de forma intensa las salas, los baños y las cocinas, los rostros somnolientos de los niños en sus cunas.
En uno de los tantos amaneceres decidà regresar. El cielo era un gran llano apagado cuando tomé de nuevo la carretera. Un granizo de buen tamaño se estrelló contra mi parabrisas y dibujó, con un cuidado insospechado, una delicada estrella en aquel vidrio.
Tornados que arrancan casas desde sus cimientos; huracanes que hacen volar árboles; rÃos que, como serpientes tropicales, constriñen a indefensos poblados. Ciudades de cristal, ciudades transparentes que son el platillo preferido de proyectiles veloces, ¿qué será de ustedes?, pensé animado por la lluvia violenta que caÃa sobre mÃ.