Trilogía

14:29



Existen pequeños resquicios donde la magia escapa. Grietas apenas conocidas que hemos visto miles de veces sin prestarles la debida atención. Aquí tres de ellas.




I

El sol hiere con sus rayos la ciudad. Es medio día. Camino sobre la calle Independencia a la altura del mercado de la Merced. La sombra huye, no hay árboles que protejan mi piel de la inclemente lluvia solar. Y el calor. Irremediablemente vienen a mi cabeza las palabras de Gombrowicz (traducción de Pitol): “Sudor… Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador.” La boca seca, sequía interior. Camino. Siento mi garganta deshidratarse. Ando por calles cuyos nombres nunca puedo recordar. ¿Fray Aparicio? ¿Mártires de Tacubaya? Sólo sé que estoy cerca del mercado de la Merced.

¡Oh!

Algo. Una señal. Un oasis en medio del desierto que se disfraza de ciudad. Un puesto pequeño y austero en una esquina. “Aguas y nieves”. Esas palabras me son suficientes para avanzar presto al encuentro con el puestecito. Una señora con coquetas zapatillas me atiende. Pido, suplico algo refrescante. La mujer de los tacones sugiere una nieve, sugiere además, una combinación especial: leche quemada con tuna.

¡Um! Hay quien dice que la libertad sabe a nieve de leche quemada con tuna. Yo soy más reservado, más simple quizá. Sólo me atrevo a decir que esa nieve de leche quemada fue el huracán que refrescó mi paladar. Dulce tormenta. Fresca sangre.



II

Debe ser dulce. No aguado pero tampoco espeso. Suave. Y la espuma (que es la parte capital de esta bebida) debe ser cremosita, densa y con un ligero sabor achocolatado. Así es mi tejate ideal. El tejate que mi bisabuela hacía cuando todavía podía ponerse detrás de un metate.

En una tarde nublada y ligeramente ventosa, en la cándida época de estudiante, salí a dar una vuelta por el zócalo y mercados para despejarme. Estaba hambriento, además tenía poco tiempo y dinero. Caminé en el interior del Mercado Benito Juárez, hasta el corazón de ese lugar. Llegué a la zona donde vende semillas, doblé por unos puestos de tortas y licuados. Estaba casi a punto de pedir una torta cuando vi a una señora que vendía tejate. Se me antojó. Pedí una jícara y bebí y al hacerlo inevitablemente recordé a mi bisabuela. Y lo mejor, las energías regresaron a mi cuerpo. Pagué y caminé con el sabor del tejate en mi boca aún.



El día se oscureció por el tropel salvaje de nubes que pasó sobre la ciudad. El olor a tierra mojada invadía las calles. La humedad en el aire. Corrí para no mojarme.

Ese señores, el tejate de la señora seria de la foto, es mi tejate ideal. Espuma perfecta, textura suave, sabor intenso. ¡Uf! El puesto se encuentra en el pasillo Mixtecos, esquina con Chinantecos o Chontales (en la entrada norte del mercado hay un mapa para ubicarse). Por ese rumbo está.



III

Hay quien opina que comer memelas de noche es un agravio a las buenas costumbres oaxaqueñas. Quizá lo sea, pero en ocasiones es delicioso hacerle muecas a las buenas costumbres.

Las mejores memelas nocturnas, por mucho, son las de Doña Memela. Así es como se le conoce en el bajo mundo de la comida nocturna a la señora que tiene su guarida en la calle Matamoros, entre Crespo y Tinoco y Palacios.

Pequeña. Pequeño, todo en Doña Memela es pequeño: su comalito, su mesita y su tabla para aplastar la masa. Y los precios. Corrijo: Casi todo en Doña Memela es pequeño, el sabor de su salsa verde es enorme, picosita y ligeramente ácida.

Acostumbro sentarme a esperar paciente que sus manos y el calor del comal manufacturen mi cena. Tranquilo en aquella calle silente. Entre penumbras. Con dos o tres clientes más que esperan, platican o comen meditabundos esos pequeños manjares. Y uno que otro automóvil que transita lento. Sentado en medio de la noche calmada, recordando hechos pasados, vislumbrando planes futuros.

Cuando la noche devora a la ciudad yo devoro una rica memela.



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