Eso que sé que es lo que no sé

11:25



Hubo un día en el cual, al caminar por veredas cercanas, se encontraban rostros grises, con penachos. Barro remoto, de los seres que nos precedieron.


También, es de suponer, que hubo un tiempo en el cual esos seres quitaron rocas y tierra para construir sus casas y templos.

Ahora sólo quedan piedras regadas, caritas guardadas en cuartos de Infonavit. Y la memoria que diluye los hechos. Un techo que cubre un trozo de pared.

Cerca de ese lugar, hubo una hacienda que hacía panela. El abuelo de mi abuela trabajó ahí. Yo todavía lo conocí: sentado en el corredor de su casa, con pañal desechable y un bastón que blandía a quien se le acercara. Su esposa, es decir mi tatarabuela, poseía tierras. Cerros, lomas y piedras. A su familia pertenecían las veredas en la que se encontraban rostros grises, con penachos.

Hay lomas, altas, muy altas. En algunas se encuentran hermosas piedras. Otras tienen misteriosas cimas aplanadas y están llenas de piedras grandes. Y hay víboras.

Un día subí a la loma de las piedras hermosas. Otro, al de la misteriosa cima aplanada. En las dos encontré cactus.

Cierro los ojos y veo cactus.

Hay un cerro en el cual se encuentran pedazos de cerámica gris. Y cactus a montones. Y donde las víboras serpentean, se te quedan viendo y reptan despacio, sin temor ni apuro.

Y yo aquí, en una habitación color verde paleta, con detalles en Gouda, escribo estas palabras. Sin serpientes ni piedras grandes o trozos de cerámica gris. Recordando esos momentos. Esos tiempos. Imaginándolos, reconstruyéndolos. Diluyéndolos.




Eso que sé que es lo que no sé.



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