Si
hay algo que me pone de buenas es ver a un indigente acostado sobre
una banqueta, a la luz del dÃa. Disfruto observar cómo tira cada
una de sus horas interminables por las bancas de los parques o en los
portales de las plazas principales. Es inevitable, un débil gozo se
apodera de mÃ. Basta verlo meditar y descansar como si se
encontraran a mitad de las más esplendorosas vacaciones. Y me
masturbo pensando en sus dÃas y su desperdicio inaudito. No lo
compadezco, incluso lo envidio: no anda por la calle preguntando la
hora, ni tiene que hacer filas frente a los bancos, tampoco sirve de
alimento a la bestia burocrática. Es claro que no es feliz, pero no
necesita hacer cosas que lo hagan más infeliz, ahÃ, señores del
hogar, radica su gran triunfo y su más lograda libertad
Será
en un hospital público donde nacerás. Las sábanas raÃdas no
reflejarán luz alguna ante la mirada vacÃa de tu madre. Serás uno
más entre ese amasijo de pelos y bocas sin padre. Alguna noche, tu
madre volteará a verte, indecisa de tu nombre. No sabrás que ese
odio en sus ojos será producido por el desconcierto de un futuro
arrasado. Un foco pendiente de un cable envuelto en telarañas y
cochambre, como terciopelo, iluminará tu miedo. Un dÃa, en la clase
de historia, sabrás que hay muchas cosas que no sirven para nada y
no regresarás a un salón de clases nunca más. Encontrarás la
felicidad en ver la televisión por las mañanas y comer papas fritas
con tu novia por la tarde. Felicidad efÃmera que irás olvidando
durante las noches detrás de un mostrador de farmacia, mientras ella
echa una mirada bovina a tu hijo recién nacido. Leerás con ojos
rojizos las letras de los médicos especialistas en
otorrinolaringologÃa, surtirás condones a jóvenes que emanan
perfumes dulces. Luego trabajarás en diez lugares distintos y una
noche, con el cuerpo ya arruinado, durante la cena, bajo la luz de un
foco oscilante, pensarás en los coches que has conducido como
chofer, en las casas grandes que has pintado, en las mujeres a las
que atendiste como mesero y mirarás a tu hijo y no sabrás cómo
ocultar tu odio
El
clima es muy importante. Debes verificar cuáles son las temperaturas
máximas y mÃnimas, la humedad imperante, etc. Los inviernos suelen
ser los más peligrosos y los climas húmedos pueden propagar hongos
y lÃquenes. El clima es lo más importante. Vas a una ciudad que lo
tiene todo, pero si el invierno te mantiene en cama durante meses, si
la humedad despedaza las páginas de los libros que habrás de
consumir durante el dÃa, nada habrá valido la pena.
Hoy,
presiento, es momento de buscar otra ciudad. Aquà ya hay demasiada
gente, o por decirlo de otra manera, ya queda muy poca gente que no
sospeche. Son cambios mÃnimos en la forma en que me miran. Un
distanciamiento milimétrico al cruzarse conmigo en la calle.
Sonrisas que antes eran naturales, ahora tienen un tinte de miedo. Lo
sé. Huelo el sonido de la despedida. Es instintivo, eso ha de sentir
el cachorro de león dÃas antes de alejarse para siempre de su
madre. Eso experimento hoy. Aquà las calles ya son una reiteración
cotidiana. Betancourt. Azueta. Subo y bajo por las pendientes
mientras sueño con hacer maletas. Cruzo las avenidas y los nombres
de otras ciudades susurran sus proesas a mi lado. Pero lo crucial es
el clima. Allá están las ciudades del norte, modernas, limpias,
pero en medio de desiertos extremosos. Allá están las ciudades del
trópico, alegres y paradisÃacas pero llenas de mosquitos insanos,
de médanos, de insalubres drenajes junto al mar. Una ciudad me
llama, templada, de clima ligeramente seco y protegida de huracanes y
vientos por montañas. Pero no es tiempo aún. Esa fue la primera y
será la última.
Quizá
Europa de nuevo, con su sangre rancia y vieja, insÃpida sÃ, pero
con la dosis de indiferencia perfecta. Allá la gente lo puede saber
y no creerlo, es una ventaja sobre América: los americanos viven en
una realidad extendida donde yo soy posible pero no admitido. Nadie
quiere que una noche de verano, por las ventanas abiertas, entre yo a
degustar un poquito de su sangre
Su
mirada cansada no logra ir más allá del cristal de la ventana. Las
arrugas suspiran hacia el suelo y luego los labios tiemblan al
pronunciar susurros que escriben nombres con el vaho danzante sobre
el vidrio. Los vellos de su barba se pierden entre los pliegues de su
rostro. Vi su fotografÃa en el periódico. LucÃa aturdido y tan
anónimo que casi lo paso por alto. Tardé en reconocerlo. El hombre
de aquella foto no era el abuelo de mi infancia que me daba dinero
por cada beso en su mejilla todavÃa firme. Aquel que no lloró ante
el rostro frÃo de la abuela y que dejó de hablar paulatinamente,
con el paso de los dÃas. CreÃmos que iba a morir pronto. La tÃa
Elena lo pensó y por eso se ofreció a cuidarlo cuando los vecinos
avisaron que tocaba las puertas buscando a MarÃa, la abuela. Lo
reconozco ahora. Su ropa sucia y su perfume agrio de viejo no
impidieron que yo, por un momento, deseara ir a abrazarlo.
—¿Es
él? —pregunta el oficial.
Mis
labios tiemblan ante la respuesta. Recordé las lágrimas de tÃa
Elena y sus quejas continuas. El anciano voltea dando pequeños
pasos, como un autómata averiado y veo sus ojos grises y sus labios
gruesos y oscilantes. Un gorro de estambre. Un pantalón sucio. SÃ,
ese es el montón de recuerdos de la familia, es el cuerpo que se
acerca a una mesa y tropieza con la silla.
—No,
perdón, pensé que podrÃa ser él, pero mi abuelo es más alto
Nadie
pensó que él podrÃa ser uno de ellos. «Era tan buena gente»,
dice la vecina. «Si apenas yo ayer lo vi normal», piensa un
compañero de trabajo. Y la madre del joven de veintidós años no
sabrá siquiera cómo hilar pensamiento, ella tan adentro de este desastre.
Bastaron
algunos lustros y un poco de alcohol para que ese joven violara
brutalmente a un infante de seis años. Y en la desesperación que
sigue al deseo complacido, decidió hacerse homicida también.
Habrá que eliminar todo lo relacionado con esa telaraña de silencios, todo, incluso a él mismo
Habrá que eliminar todo lo relacionado con esa telaraña de silencios, todo, incluso a él mismo