Un débil gozo
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Si
hay algo que me pone de buenas es ver a un indigente acostado sobre
una banqueta, a la luz del día. Disfruto observar cómo tira cada
una de sus horas interminables por las bancas de los parques o en los
portales de las plazas principales. Es inevitable, un débil gozo se
apodera de mí. Basta verlo meditar y descansar como si se
encontraran a mitad de las más esplendorosas vacaciones. Y me
masturbo pensando en sus días y su desperdicio inaudito. No lo
compadezco, incluso lo envidio: no anda por la calle preguntando la
hora, ni tiene que hacer filas frente a los bancos, tampoco sirve de
alimento a la bestia burocrática. Es claro que no es feliz, pero no
necesita hacer cosas que lo hagan más infeliz, ahí, señores del
hogar, radica su gran triunfo y su más lograda libertad
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