Un montón de recuerdos
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Su
mirada cansada no logra ir más allá del cristal de la ventana. Las
arrugas suspiran hacia el suelo y luego los labios tiemblan al
pronunciar susurros que escriben nombres con el vaho danzante sobre
el vidrio. Los vellos de su barba se pierden entre los pliegues de su
rostro. Vi su fotografía en el periódico. Lucía aturdido y tan
anónimo que casi lo paso por alto. Tardé en reconocerlo. El hombre
de aquella foto no era el abuelo de mi infancia que me daba dinero
por cada beso en su mejilla todavía firme. Aquel que no lloró ante
el rostro frío de la abuela y que dejó de hablar paulatinamente,
con el paso de los días. Creímos que iba a morir pronto. La tía
Elena lo pensó y por eso se ofreció a cuidarlo cuando los vecinos
avisaron que tocaba las puertas buscando a María, la abuela. Lo
reconozco ahora. Su ropa sucia y su perfume agrio de viejo no
impidieron que yo, por un momento, deseara ir a abrazarlo.
—¿Es
él? —pregunta el oficial.
Mis
labios tiemblan ante la respuesta. Recordé las lágrimas de tía
Elena y sus quejas continuas. El anciano voltea dando pequeños
pasos, como un autómata averiado y veo sus ojos grises y sus labios
gruesos y oscilantes. Un gorro de estambre. Un pantalón sucio. Sí,
ese es el montón de recuerdos de la familia, es el cuerpo que se
acerca a una mesa y tropieza con la silla.
—No,
perdón, pensé que podría ser él, pero mi abuelo es más alto
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